Desde la Esperanza
Año VI, N° 124 Viernes 3 de mayo, 2024
“Junto con preocuparnos por la inclusión de personas con discapacidad, es imprescindible hacerlo en al menos otros tres ámbitos fundamentales: pobreza económica, interculturalidad y diversidad sexual y de género”.
Hoy, felizmente, hablar de inclusión y valorarla se ha vuelto algo cotidiano y extendido. Es esperanzador que así sea, pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de inclusión? ¿Es ésta una realidad que vivimos en nuestras comunidades e instituciones? En esta columna comparto algunas reflexiones sobre qué es la inclusión, en particular desde el contexto de la educación superior, que es en lo que me toca vivir y trabajar en forma diaria, pero que también es aplicable a otras realidades.
Cuando hoy hablamos de inclusión hablamos necesariamente de tres conceptos fundamentales: equidad, inclusión y diversidad; conceptos que en una verdadera inclusión van siempre unidos y van mucho más allá del ámbito de la discapacidad y del ámbito educativo. Por ello, junto con preocuparnos por la inclusión de personas con discapacidad, es imprescindible hacerlo en al menos otros tres ámbitos fundamentales: pobreza económica, interculturalidad y diversidad sexual y de género.
Para comprender estos conceptos, y ser realistas, es también útil mirar sus antónimos, es decir inequidad, exclusión, uniformidad. Cuando una institución o comunidad no logra vivir la inclusión estas tristes realidades se hacen presentes, aún cuando no necesariamente las percibamos, ya que si somos parte de esa comunidad no vivimos la exclusión en carne propia, aunque sí parte de sus efectos al vivir en una comunidad menos diversa y acogedora.
La inclusión es siempre un proceso permanente, que requiere ser intencionado. Requiere que, como comunidad, y también en forma personal, identifiquemos y eliminemos las barreras que puedan existir. Esto da pie a las formas en que quizás contribuimos a la exclusión, muchas veces sin siquiera darnos cuenta, ya que la exclusión se origina en creencias o actitudes, normalmente fundadas en prejuicios, desconocimiento y mitos, de los que ni siquiera somos conscientes. La inequidad y valoración de la uniformidad pueden estar incluso plasmadas en ciertas prácticas propias de la cultura institucional que pueden generar exclusión. Por ello, es importante entender la inclusión no como un acto caritativo, sino como una práctica de equidad que nos debe llevar a revisar con mirada atenta la realidad de nuestras comunidades.
La verdadera inclusión requiere real igualdad de oportunidades no solo en la presencia (va a la parroquia o ingresó a la universidad), sino también en la participación activa, el sentido de pertenencia y los logros de todos y todas, poniendo un especial énfasis en aquellos grupos que pueden estar en riesgo de exclusión.
La equidad, la inclusión y el valor de la diversidad se fundamentan en que cada persona es un ser único. Por ello son una buena noticia en tanto hacen realidad valores fundamentales de las enseñanzas de Jesús, partiendo por la dignidad profunda de todo ser humano, pero también los valores de la acogida, el diálogo y el reconocimiento del otro, no importa cómo sea o de dónde venga. Jesús se dedicó en especial a los excluidos; en palabras de hoy podríamos decir que fue un “experto en inclusión”. En ese sentido, la diversidad no es solo algo a “tolerar”, es una realidad, una riqueza y una buena noticia. Una comunidad más inclusiva y diversa es una comunidad que ofrece una mejor experiencia, ambiente o formación para todos sus integrantes, contribuyendo, además, a la tan necesaria cohesión social.
Los avances en inclusión en los últimos 10 años han sido enormes, lo vivo en la universidad en que me toca trabajar, y muchos lo experimentamos en nuestras comunidades. Este es hoy un ámbito lleno de certezas, esperanzas, y de movimientos que felizmente han comenzado a avanzar sin posibilidad de retorno, pero siempre nos debemos seguir desafiando y siempre habrá barreras que derribar.
La invitación es a mirar nuestras propias prácticas y preguntarnos de modo de construir comunidades donde la valoración del otro como ser único, el cuidado mutuo y el diálogo nos lleven a vivir y beneficiarnos todos y todas de la inclusión. ¿Cómo estoy contribuyendo a la inclusión en mi día a día? ¿Es posible construir comunidades más diversas e inclusivas dentro de nuestra iglesia? ¿Cómo concretar este propósito?
“… reavivar el compromiso por y con las jóvenes generaciones, renovando la pasión por una educación más abierta e incluyente, capaz de la escucha paciente, del diálogo constructivo y de la mutua comprensión. Hoy más que nunca, es necesario unir los esfuerzos por una alianza educativa amplia para formar personas maduras, capaces de superar fragmentaciones y contraposiciones y reconstruir el tejido de las relaciones por una humanidad más fraterna”.
Papa Francisco, Mensaje para el lanzamiento del Pacto Educativo Global, 2019.